¿Hasta cuándo vamos a seguir dándole más valor a un perro que a un niño? Una sociedad enferma y desproporcionada
Mientras la justicia celebra la condena por la muerte de una perra, miles de niños colombianos siguen muriendo sin justicia ni titulares. La sociedad que llora por los animales pero ignora a sus hijos no es sensible: está enferma.
La reciente condena en Barrancabermeja por la muerte de una perrita llamada Kiara desató aplausos, titulares y declaraciones grandilocuentes sobre el “avance moral” de la justicia. Pero detrás del júbilo animalista surge una pregunta incómoda y urgente: ¿en qué clase de sociedad vivimos, cuando la muerte de un animal genera más indignación que la tragedia cotidiana de cientos de niños violentados, abandonados o muertos de hambre sin que nadie levante la voz?
No se trata de justificar la crueldad —ningún acto violento contra un ser vivo lo es—, sino de poner las cosas en su justa proporción. Colombia se desangra en barrios donde los niños crecen entre el hambre y el miedo, donde madres solas imploran atención médica, donde adolescentes se pierden en la droga y la desesperanza. Pero ahí no hay trending topic, ni marchas, ni comunicados de “defensores”. En cambio, por un perro, los reflectores se encienden, los activistas aparecen y los medios se deshacen en titulares heroicos.
El caso de Kiara recibió una condena de 20 meses de prisión y 24 de inhabilidad para tener animales. Perfecto. Pero ¿cuántos agresores de menores pagan al menos una fracción de esa pena? ¿Cuántos violadores de niñas en los barrios más pobres del país caminan hoy libres mientras las víctimas cargan el trauma en silencio? A esos no los busca la Fiscalía con el mismo ímpetu.
Estamos viviendo una sociedad emocionalmente trastornada, que perdió el sentido de lo humano. Se aplaude más el rescate de un gato que el de un niño desnutrido; se dona más rápido para una fundación de mascotas que para un hogar infantil; se grita más fuerte por un video de maltrato animal que por los niños de La Guajira o del Catatumbo muriendo de sed. Esa es la verdad incómoda.
El equilibrio se rompió. Convertimos a los animales en símbolos de sensibilidad, mientras deshumanizamos al propio ser humano. Y el Estado, en vez de corregir esa distorsión, la alimenta con leyes desproporcionadas que dan más cárcel por herir un perro que por abandonar un hijo.
Nadie pide volver a la crueldad del pasado, pero sí urge una dosis de sensatez. Los animales merecen respeto, sí, pero los niños merecen prioridad. Cuando un país se conmueve más por Kiara que por un menor violado o asesinado, no está avanzando moralmente: está cayendo en una decadencia moral profunda, disfrazada de compasión.