Crónica de un país saqueado: entre las verdades incómodas del pasado y el laberinto político del presente
Colombia arrastra una historia marcada por la exclusión, la violencia y el saqueo institucional. Pero en medio del legítimo reclamo por justicia, surge una advertencia: el odio y el aislamiento no pueden ser el camino.

Colombia carga con un pasado doloroso y lleno de verdades incómodas: exclusión, violencia, saqueo institucional y abandono del campo. Pero en medio del legítimo reclamo histórico, surge una advertencia urgente: no se construye un nuevo país desde el resentimiento, el aislamiento ni el culto al caudillo infalible.
Colombia, ese país de paisajes imponentes, ríos caudalosos y biodiversidad deslumbrante, también es el escenario de una de las tragedias políticas más prolongadas de América Latina. Y sí, todo es verdad: el racismo estructural, la exclusión sistemática, la violencia como moneda corriente, la ruina del campo, las élites mezquinas, la indolencia institucional. Es verdad la Guerra de los Mil Días, el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán, la Violencia de los años 50 y la indiferencia estatal frente a millones de desplazados.
Donde antes había campesinos que cultivaban la tierra con sencillez y esperanza, crecieron las guerrillas y los ejércitos irregulares. Donde existía una incipiente clase media emprendedora, se sembró el crimen organizado. Donde intentó florecer la economía formal, se impuso el enriquecimiento ilícito. El Estado —que debió proteger y articular a su población— se convirtió en una maquinaria extorsiva y precaria, cada vez más lejana del ciudadano común.
Pero aceptar esa verdad histórica no puede convertirse en excusa para abrir la puerta a un liderazgo que sustituye el proyecto de país por un discurso de resentimiento. La solución no puede ser un hombre solo, cerrado sobre sí mismo, que ve traidores en cada esquina y enemigos en cada desacuerdo. Un líder que rumia culpas ajenas pero no asume responsabilidad propia.
La Colombia del presente no necesita a un nuevo Robespierre criollo, aislado por su propio dogma, vigilante de conspiraciones inexistentes, y rodeado de una corte de funcionarios desechables a los que culpa uno a uno cuando las promesas no se cumplen.
Ya lo dijo él mismo: “El presidente es revolucionario, pero el gobierno no lo es”. Y en esa frase, pronunciada con autocompasión, quedó al desnudo el drama de este mandato: no hay equipo que dure, no hay política que se sostenga, no hay liderazgo que inspire desde la sospecha y el aislamiento.
La lista de excolaboradores caídos se multiplica: si falla la Reforma Agraria, fue la ministra; si tropieza la reforma laboral, fue el Congreso; si la paz no avanza, es culpa del comisionado. Cada crítica se castiga como traición, cada objeción se interpreta como un golpe blando.
Colombia no necesita una cruzada solitaria ni un culto a la infalibilidad. Colombia necesita grandeza, diálogo, instituciones fuertes, y sobre todo: resultados. Necesita líderes que escuchen más de lo que acusan, que construyan más de lo que denuncian.
Porque señalar lo que ha fallado está bien. Gritar lo que fue injusto, también. Pero gobernar es mucho más que señalar al culpable: es asumir con humildad el reto de cambiar la historia sin repetir sus errores.