Crónica de un fracaso anunciado: cómo la falta de gestión administrativa secuestró la EMA y dejó sin arte a una ciudad

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La cancelación de los programas en la EMA es la prueba más amarga de que, en Bucaramanga, la cultura ha sido víctima de la desidia institucional y del desprecio de una administración que prefirió matar el arte antes que gestionarlo con rigor.

Crónica de un fracaso anunciado: cómo la falta de gestión administrativa secuestró la EMA y dejó sin arte a una ciudad
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Desde su creación en agosto de 2019 como la primera escuela pública de artes certificada en la región, la Escuela Municipal de Artes y Oficios (EMA) de Bucaramanga fue celebrada como un faro de inclusión cultural y transformación social.

Adscrita al Instituto Municipal de Cultura, su promesa era clara: ofrecer formación gratuita y de calidad en disciplinas clave como artes plásticas y música, alcanzando a más de cinco mil personas en estos años. Para muchos, la EMA no era solo una escuela: era literalmente un derecho al arte, una plataforma de sueños.

Sin embargo, ese idilio se desmoronó este semestre cuando, de forma abrupta y sin un debate público serio, se notificó a la comunidad artística que la EMA no recibiría nuevas inscripciones en sus programas de artes plásticas y música. Lo que comenzó como un mensaje inocuo se convirtió en un escándalo político-administrativo. La Secretaría de Educación autorizó la cancelación del registro de ambos programas apenas 40 días antes de su vencimiento, previsto para el 23 de agosto.

La gravedad del asunto va más allá del simple papeleo. Expertos destacaron que renovar un programa técnico requiere casi un año de trabajo anticipado: autoevaluación institucional, adecuación curricular, gestión documental y demás requisitos que deben radicarse con al menos doce meses de anticipación. Fallar en esto implica consecuencias devastadoras: pérdida de reputación, interrupción de matrículas, deterioro de la calidad educativa y, peor aún, una brecha temporal para aspirantes que pueden esperar más de un año para volver a tener acceso.

Las respuestas oficiales no han logrado contener la indignación. La directora del Instituto Municipal de Cultura, Laura Patiño, evitó ofrecer argumentos técnicos sólidos, y derivó la explicación a la coordinadora de la EMA, Jenny Ariza. Esta afirmó que en septiembre de 2024 el Ministerio de Educación emitió una actualización normativa y que la escuela esperaba nuevas cartillas guía para adaptar los programas, mientras radicaba un nuevo plan de formación en cerámica y alfarería. En música, alegó que era necesario cambiar de académico a técnico laboral por alta deserción, y que se hicieron ajustes ante observaciones de la Secretaría, incluso recién el 30 de julio, 56 días después de solicitar la cancelación.

Desde afuera, esta concatenación de dilaciones y excusas parece inaceptable. Néstor José Rueda, exdirector del Instituto de Cultura, lo sintetizó con claridad: “Si bien necesitaban ajustes, estos se pueden realizar manteniendo los programas sin afectar a los estudiantes. Esta es una situación muy grave…”. Y Lorena Pedraza Niño, estudiante de artes plásticas, lo dijo desde el corazón:

“Preocupa porque se limita la participación a estos espacios de formación cultural. Es un poco entristecedor que la EMA esté pasando por esta situación y que no se haya hecho un proceso de registro de programas tan importantes como artes plásticas y música”.

El resultado: una escuela que se vendía como laboratorio social, plataforma transformadora y epicentro creativo, con más de 4.500 estudiantes activos y cientos de cursos, se ve hoy atrapada en una vorágine de burocracia fallida. El contraste entre su promesa —“aquí el arte no es lujo, es derecho”— y la realidad es dolorosamente elocuente.

La verdadera tragedia no está en la burocracia que se atrasa, sino en cómo decisiones administrativas tardías y poco transparentes pueden silenciar el arte y relegar los sueños de quienes, con hambre de cultura, esperaban que esa escuela fuera su escape.

Este episodio refleja una falla sistémica: la cultura y el arte, emblemas de transformación social, son fácilmente sacrificables ante una mala gestión. No se trata solo de renovar un registro, sino de preservar una comunidad, una vocación, un derecho. Que la EMA pase de plataforma de creación a cascarón administrativo es un retroceso doloroso que exige responsabilidades claras y transparencia.