Convención o culto: la misa política de Abelardo de la Espriella en el Movistar Arena
En el Movistar Arena quedó claro que la religión, cuando se usa como herramienta de poder, no salva a nadie. Solo engaña a más gente.
Miles de personas llegaron al Movistar Arena creyendo asistir a una “convención patriótica”, pero lo que se vivió allí se pareció más a una cruzada religiosa que a un encuentro político. Abelardo de la Espriella, el abogado de verbo inflamado y ego desbordado, organizó su “Gran Convención Nacional de Defensores de la Patria” y, como si se tratara de un pastor de televisión, llenó el escenario con discursos mesiánicos, luces, aplausos y promesas de salvación nacional.
Bajo el lema “Colombia escuchará lo duro que rugen los tigres”, De la Espriella presentó los lineamientos de su movimiento político, aunque en realidad lo que hubo fue una mezcla de prédica emocional, espectáculo de luces y populismo disfrazado de fervor patriótico. En las gradas, miles de seguidores —en su mayoría llegados por convocatoria de iglesias cristianas y grupos religiosos— coreaban su nombre con la misma devoción con la que otros alzan los brazos en un culto dominical.
A la cita asistió, cómo no, el exalcalde de Bucaramanga Jaime Andrés Beltrán, acompañado de su esposa, convertidos en símbolo de la fusión entre religión y política que hoy domina parte del panorama colombiano. En Bucaramanga ya lo vivimos: templos convertidos en centros de campaña, pastores transformados en jefes políticos y feligreses convertidos en votantes obedientes.
El evento, que fue vendido como una “convención histórica”, tuvo también su cuota de espectáculo. Daniel Habif, Maía, Piter Albeiro, Alerta, Barbarita y otros invitados sirvieron de cortina para un discurso que mezcló nacionalismo y moralismo con tintes mesiánicos. El acto incluyó juramentos, llamados a la unidad “en defensa de la patria y la familia” y gestos simbólicos que más parecían una ceremonia de conversión colectiva que un encuentro político.
La fe como estrategia electoral
Lo preocupante no es la convocatoria, sino el formato de adoración con el que se disfraza la política. Abelardo repite los patrones de Bucaramanga: llenar escenarios con creyentes, no con ciudadanos críticos; reemplazar el debate de ideas por arengas emocionales; y manipular la esperanza de quienes creen que rezar y votar por el mismo líder es la solución a los males del país.
En el fondo, el fenómeno de Abelardo no es distinto al de tantos “salvadores” que han usado la fe como trampolín al poder. La “defensa de la patria” se convierte en excusa para la ambición personal, y la “unidad familiar” en un discurso vacío que pretende lavar la imagen de los políticos reciclados que lo rodean.
Colombia necesita líderes, no predicadores disfrazados de estadistas. Mientras los templos se vuelven trincheras electorales y los feligreses repiten consignas como mantras, la política se vuelve un acto de fe ciega.
Y como pasa en Bucaramanga, donde las iglesias se multiplican al ritmo de los diezmos y las mentiras, en el Movistar Arena quedó claro que la religión, cuando se usa como herramienta de poder, no salva a nadie. Solo engaña a más gente.