Contratos opacos de Juliana Guerrero con la UIS: ¿universidad al servicio de estrategias de imagen del gobierno?

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La ciudadanía, la universidad y el Estado merecen respuestas, y cuanto más rápido y más profundas sean, mejor para la democracia.  

Contratos opacos de Juliana Guerrero con la UIS: ¿universidad al servicio de estrategias de imagen del gobierno?
Juliana Guerrero, más que una funcionaria pública, se ha convertido en el símbolo de cómo las viejas mañas políticas sobreviven bajo nuevos discursos: favores a amigos, lealtades a padrinos y una agenda más enfocada en sostener su círculo de poder que en responderle a los ciudadanos

La contratación pública en Colombia suele medirse por procedimientos, plazos y trazabilidad documental. En la historia reciente del Gobierno nacional, sin embargo, aparece un expediente que combina rapidez, contratos interadministrativos y documentos públicos que llegaron tarde: los dos contratos por prestación de servicios suscritos por Juliana Andrea Guerrero con la Universidad Industrial de Santander (UIS) en el marco del convenio interadministrativo entre esa universidad y el Ministerio del Interior han encendido alarmas sobre la correcta gestión de recursos y el rol que algunas entidades públicas pueden jugar como alianzas operativas del Ejecutivo.

El contrato interadministrativo 2402 de 2023 —suscrito entre el Ministerio del Interior y la UIS por $14.500 millones para “consolidar, construir e implementar rutas metodológicas relacionadas con la convivencia y la seguridad ciudadana”— se presentó en un cronograma acelerado: elaboración del estudio previo y contratación en apenas días, en un proceso que, según fuentes y cronologías públicas, se resolvió en menos de una semana en septiembre de 2023. Esa rapidez y la decisión de concentrar la totalidad de los recursos en un único convenio interadministrativo generan desde el inicio la sospecha de que se usó la figura del convenio para adjudicar mediante una entidad pública lo que, en práctica, parecía una contratación directa y rápida por parte del Ejecutivo.  

Fue en ese andamiaje donde aparece Juliana Guerrero: el 9 de octubre de 2023 presentó su oferta para prestar servicios como “apoyo técnico en la gestión” del convenio; pocos días más tarde —el 1 de noviembre— la UIS firmó el Contrato 306 de 2023 por $9 millones, por 60 días, para que Guerrero actuara como enlace territorial de las actividades previstas en el convenio. Posteriormente, y tras la culminación de ese primer vínculo, la UIS la vinculó de nuevo mediante un contrato menor (113 de 2024), por $3 millones y 22 días, para tareas similares. En conjunto, las dos contrataciones reportadas suman algo más de $17 millones pagados a Guerrero.  

Si los nombres, montos y fechas constan en la plataforma pública de contratación y en resoluciones de la UIS, el problema —según la documentación revisada por periodistas— radica en la ausencia de evidencias fehacientes que acrediten la ejecución real de las actividades por las que se pagó. Los informes de actividades que figuran en el Secop, según la investigación, son tablas sin soportes adjuntos; tres reportes que, además, son copias idénticas entre sí, sin una sola variación de redacción ni pruebas de talleres, actas, registros de asistencia o comunicaciones que demuestren que la contratista estuvo en terreno o que materializó alguna de las doce obligaciones que el contrato describía. En otros contratos del mismo proyecto sí aparecen evidencias adjuntas que sustentan el pago; en el caso de Guerrero, no.  

La trazabilidad temporal de esos documentos —un elemento clave para la transparencia— añade otro capítulo inquietante. Según el registro público, varios documentos exigidos por el sistema (informes, cuentas de cobro y actas) fueron cargados en el Secop meses después de la terminación y liquidación de los contratos, lo que dificulta comprobar si hubo supervisión efectiva durante la ejecución. En el Contrato 306 de 2023, por ejemplo, subsanaciones y cargas en el sistema se registraron el 26 de febrero de 2024, un mes y medio después de la liquidación y el pago. En el caso del Contrato 113 de 2024, las correcciones se registraron hasta el 1 de noviembre de 2024, ocho meses después de su cierre. Ese desorden documental abre la posibilidad de que se “corrijan” registros después del pago, no antes, es decir: verificación prospectiva en lugar de trazabilidad contemporánea.  

Los vacíos en supervisión también son llamativos. En el expediente hay inconsistencias en la firma y el registro de supervisores: en el mismo día aparecen nombres distintos como responsables de vigilancia y en algunos registros no se adjunta documento alguno que acredite ceses, cambios de interventoría o salvedades formales. Cuando la supervisión oficial brilla por su ausencia o por su confusión, la confianza pública en la ejecución disminuye y se abren fisuras que permiten interpretaciones adversas al interés público. Entrar en la duda no es menor cuando la persona beneficiaria del contrato ocupa hoy un cargo de alta exposición en la Casa de Nariño.  

A ese expediente administrativo se suman las controvérsias políticas: las noticias recientes sobre el supuesto uso indebido de aeronaves de la Policía y del Ejército por parte de una funcionaria cercana al ministro han incrementado la tensión pública en torno a la figura de Guerrero y su entorno. Diversos medios han documentado denuncias que señalan viajes y utilización de aeronaves oficiales en circunstancias que ya son objeto de investigación de autoridades competentes. Estas denuncias, aunque diferentes en naturaleza, terminan por componer una imagen de decisiones y privilegios que exigen respuestas institucionales claras.  

Frente a esos hallazgos, la respuesta de la interesada ha sido la negación y la remisión a la administración: Guerrero asegura haber cumplido con los objetos contractuales y que la evidencia pertinente está en manos del Ministerio del Interior y de la UIS. “Esa información debe solicitarse al Ministerio del Interior”, repite la funcionaria, y afirma que supervisores del ministerio y la universidad validaron su trabajo. La universidad, por su parte, ha emitido resoluciones que formalizan la existencia del convenio y la asignación de recursos, pero las respuestas institucionales públicas no han borrado la sospecha: la documentación no es concluyente y algunos documentos aparecen con rectificaciones tardías.  

En términos jurídicos y éticos, el caso plantea, al menos, tres problemas concretos: primero, la utilización de convenios interadministrativos en periodo de Ley de Garantías cuando el objeto práctico deviene en una contratación de ejecución expedita, algo que para juristas consultados podría asomar como una forma de triangulación para evadir restricciones; segundo, la ausencia de evidencias que respalden la ejecución concreta de los contratos por los que se pagó; y tercero, la sospecha de un manejo político de recursos y designaciones que coloca a la universidad en el papel de ejecutor operativo del ministerio, con el riesgo de erosionar su autonomía y su reputación académica. Ese combo, si no se aclara con pruebas y auditorías, convierte la figura de una institución pública en potencial fachada para operaciones gubernamentales de corto plazo.  

Hay, además, un componente institucional preocupante: cuando una universidad pública asume la ejecución administrativa de programas ministeriales de forma concentrada, sin sólidas auditorías de por medio y con contratos que luego muestran trazabilidad incompleta, la percepción ciudadana resulta inevitable: la casa de estudios pierde capacidad crítica y la ciudadanía percibe que las instituciones se convierten en apéndices operativos del Ejecutivo. Eso no sólo es un problema de gestión; es una cuestión de legitimidad en un Estado donde la confianza pública en lo público ya está deteriorada. La reputación de la UIS —una universidad con peso regional y nacional— está en juego si no se demuestra con claridad que actuó con independencia técnica y control riguroso.  

¿Qué corresponde ahora? En democracia, la herramienta adecuada frente a dudas fundadas es la investigación administrativa y, si hay indicios de irregularidad, la intervención de los órganos de control: auditoría interna de la UIS, Procuraduría General, Contraloría y, de ser necesario, la Fiscalía. No basta el reclamo mediático ni las declaraciones públicas; se requieren cotejos documentales, verificación de soportes en Secop, comprobantes de supervisión y la reconstrucción cronológica de todas las actuaciones. Mientras tanto, la opinión pública tiene derecho a exigir transparencia total: acceso ágil a los soportes, actuaciones de los supervisores y, por supuesto, explicaciones del Ministerio del Interior sobre el manejo del convenio y la justificación técnica que motivó elegir la figura del convenio para esa asignación presupuesto.  

Finalmente, más allá de nombres y cargos, este caso deja una lección institucional: la contratación pública no puede ser instrumento de maquillaje político. Si la UIS fue utilizada —o percibida como utilizada— para legitimar operaciones del Gobierno central, eso obliga a una reflexión pública y a medidas correctivas que restauren la independencia académica y la transparencia contractual.

En ese sentido, la claridad documental y el control estricto no sólo protegen los recursos públicos; preservan el prestigio de las instituciones que, por su naturaleza, no deberían convertirse en ventanillas para la estrategia política de corto plazo. La ciudadanía, la universidad y el Estado merecen respuestas, y cuanto más rápido y más profundas sean, mejor para la democracia.